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Mis cuentos

Aparecerán cuentos cortos ya publicados para que tengáis una idea de la forma y el estilo de escribir 

El que sigue a continuación es parte del libro "SEQUÍA, AMORES Y OTROS DEMONIOS

Publicado en Amazon, 2019, enlace:


Amazon ES: https://amzn.to/2V87AOu 

21 referencias

La sequía

PUBLICADO EN  AMAZON  parte de "Sequía, amores y otros demonios"

Llevaba meses sin llover. La isla estaba azotada por una sequía sin precedentes. El istmo que la unía a la península se había transformado en un

sendero intransitable surcado por profundas grietas que mostraban las entrañas de la tierra liberando bocanadas de vapores malolientes.

La ansiedad y la angustia por aquel año tan terrible hacían mella en nuestra tribu. Se formaban grupos que culpaban de la aridez a hechos absurdos, anodinos y sin ninguna base real. Discutían acaloradamente por cuestiones nimias y las rencillas subían de tono dejando las relaciones deterioradas, creando acritud, celos y una desconfianza sin precedentes.

La desesperación nos empujó a invocar a las fuerzas primigenias y a realizar interminables danzas en honor de sus espíritus con la esperanza de encontrar asistencia y alivio. La base de nuestras creencias se erosionaba al no hallar ninguna respuesta. No entendíamos que habíamos hecho de malo, en qué habíamos fallado, qué camino seguir. En esos momentos de crispación, dudaba de la eficacia de nuestros ritos y porqué razones los Señores de la Lluvia ignoraban nuestras plegarias. En silencio, cruzábamos nuestras miradas y sin decirnos nada sabíamos que algo grande se gestaba en el ambiente.

Los encumbrados hechiceros miraban abatidos al cielo. Horacio, sacerdote mayor de Quetzalcóatl, respetado, admirado y temido, no se atrevía a oficiar un ritual. Las ceremonias más solemnes no las pudo llevar a cabo con un sacrificio digno pues todos los gallos habían muerto de sed. Llevaba retirado en el templo semanas enteras, rodeado de sus sacerdotes implorando clemencia, con la vergüenza del que se siente mecha de hogueras de pasión. Se veía frustrado, sin encontrar argumentos ni una razón válida para explicar a los suyos porqué los dioses no nos eran propicios. En su soledad impenetrable, exhausto, permanecía con los ojos en blanco, estático, en posición suplicante días y noches enteras a la espera de una señal divina.

Sentía preocupación por los niños, mis hijos estaban tan apagados que no jugaban, ni reían, con la mirada perdida, en silencio sepulcral, callados muy callados, daban miedo. En las noches negras, bien negras, sin luna ni estrellas, mi lánguida compañera, recostada en un rincón, mano sobre mano sin nada que hacer, sentía el desaliento que impera cuando se acerca el fin. Las esqueléticas cabras rondaban por el poblado, en vano escarbaban con las pezuñas pedruscos de tierra seca intentando encontrar un atisbo de hierba; solo podían rumiar las pocas raíces que aún sobresalían.

Hacía unos días habíamos dado sepultura al pequeño hijo de mi hermano. Su joven esposa no pudo amamantarlo; sus pechos agotados, plegados a su cuerpo no dieron alimento, nada fue suficiente para aliviar su mísero estado.

Mi hermano también era guerrero. Juntos habíamos cosechado triunfos indiscutidos sobre enemigos potentes y mejor dotados, pero ahora nos encontrábamos desarmados, sin energías para encarar una situación inmanejable. Siendo líder de múltiples victorias, sentía sobre mis hombros el peso del abatimiento del pueblo entero haciendo aún más difícil cualquier decisión a tomar. Urgía encontrar una salida para satisfacer el clamor general.

El sol seguía golpeando sin descanso. La bola roja, encendida de espanto, que tantas veces nos había ayudado en nuestro periplo guerrero, no tenía piedad. El calor agobiaba y la sequedad del ambiente machacaba nuestra piel hasta cuartearla. Sobre los caminos se acumulaban ramas secas impidiendo transitar entre las chozas y el ambiente se rodeaba de una polvareda sofocante que asfixiaba y no nos permitía siquiera reconocernos.

Sólo quedaba una alternativa: un sacrificio humano sin duda calmaría la indolencia de Quetzalcóatl que intercedería ante Tláloc, Dios de la Lluvia, para que se conmoviera y descargara con piedad sus lágrimas. Nadie se atrevía a pronunciarse, pero pensábamos lo mismo. La tensión subía como una serpiente deslizándose desde los pies hasta estrangular nuestras gargantas.

Un día, al margen de los sacerdotes, nos reunimos en secreto un grupo de guerreros; teníamos que tomar una decisión. Estuvimos de acuerdo sin una voz que se opusiera. Al amanecer, tal como nos indicaran los antepasados, nos acercamos al sindicado por sugerencia mayoritaria. Sacrificamos a Horacio para calmar la sed de Tláloc y luego llovió con abundancia. Se había hecho justicia, el infame propulsor de nuestras desgracias fue ofrendado.


La noche de la macumba

Publicado en "OCHO RELATOS"

en Amazon 

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https://www.amazon.es/dp/B0786S2BGF


Soy una persona que odia el sexo. Recuerdo muy bien cómo comenzó esta profunda aversión. Cuando era adolescente, madre me llevó por primera vez a una sesión de macumba en las afueras de Guáimaro, en Camagüey. Es una zona boscosa, enclavada en un pantano y circundada por varias lagunas que forman lo que se conoce como el Ojo de Agua. Asdrúbal, el hechicero que oficiaba la ceremonia, era el mulato más fornido que jamás había visto. Tenía la cara curtida de viruela y un montón de cicatrices desparramadas por un torso medio desnudo que brillaba aún en medio de la penumbra. Dos aislados dientes en la parte superior de la boca hacían de columnas de entrada a una garganta tan grande como la boca de un caimán cuando amenaza con engullir a una presa. Una nariz pronunciada llena de verrugas hacía las veces de techado ensombreciendo a unas encías violáceas y limpias de cualquier atisbo de dentadura en la arcada inferior. Regurgitaba palabras sin pausa con voz grave y profunda, arrastrando algunas vocales y estirando las ese finales para dar una entonación más imponente. Sus brazos musculosos, con marcadas venas como ríos morados, caían en cascada hasta formar un delta de gruesos canales que se continuaban en sus dedos largos y toscos. Madre le llamaba el Caboclo Curuguzu. Seguía a pie juntilla cualquier cosa que le indicara Asdrúbal.

Madre, de complexión desgraciada, se erguía con desequilibrio debido a una barriga juguetona balanceada con desparpajo por un trasero redondo y protuberante a los costados. De tronco menudo, al verla de perfil estirada cuando dormitaba la siesta daba la impresión de un ancla recostada sobre el lecho del mar cuando hay marea baja. De manos encallecidas de tanto fregar ropa propia y ajena en el rio, había criado a sus ocho hijos, todos varones, sin ninguna ayuda. De caminar lento se apoyaba marcadamente sobre la pierna izquierda debido a una de las palizas de Padre en una de sus acaloradas peleas. Cuando se enfadaba le emergía un pitido agudo en extremo que finalizaba vociferando palabras inarticuladas en tono alto y atronador. Como sucedía con asiduidad daba la sensación de estar siempre enfadada, incluso cuando se dirigía con pretendido cariño materno a uno de nosotros.

Padre había muerto acuchillado en una reyerta por otra mujer cuando yo era muy chiquito, por lo cual los únicos recuerdos que guardo de él son sus borracheras, insultos y golpes inmerecidos porque no le dábamos más que "disgustos y problemas". Sus múltiples broncas las terminaba con su frase preferida: "pendejos de mierda". El último hermanito en nacer fue el más desgraciado. Madre no le quiso nunca. Se había empeñado en que fuéramos siete, por cábalas religiosas y aquello la había terminado de desbordar. Crecimos a base de yuca, malanga, frijoles negros y cazuela de ajiaco sin tasajo pero acompañadas de casabe, a falta de pan.

Madre era inmutable al peligro. Inmersa en la religión estaba poseída por una Orixás de rango mayor que, según contaba con orgullo, la protegía con rigor y fortaleza. Como buena descendiente de los yorubas, nos quiso inculcar su religión como mejor sabía. Pero recordamos más los latigazos y golpazos con vara, patadas y amenazas con castigos ejemplares que cualquier indulgencia del divino referente. Los muchos preto velhos de discursos apocalípticos y reencarnaciones sin fin que cada tanto nos visitaban para reafirmar nuestras creencias, tampoco habían dejado más recuerdo que el de unos negros viejos y malolientes. Ni yo, ni ninguno de mis hermanos le hicimos caso alguno. Dios, si existía, no podía ser un ente castigador y envidioso.

Para llegar hasta la misa habíamos caminado dos horas por lugares casi selváticos. Tuvimos que eludir varias patrullas de soldados españoles buscando desesperadamente a los criollos que amenazaban con levantarse en armas. No era nuestra historia. Unos y otros aborrecían de los negros y los mulatos.

La vegetación era tan densa que teníamos que hacer uso del machete y abrirnos pasos a mamporrazo limpio. Se nos hizo muy duro el camino. Los ruidos desconocidos y la penumbra me impusieron miedo; pero madre me inspiraba más temor que nada en este mundo. Me horrorizaba verla enojada por lo cual la acompañé sin rechistar. Nunca supe por qué me eligió para acompañarla. Quizás mi carácter tímido y reservado le fue propicio para introducirme en algo tan oscuro como enigmático.

Fui el penúltimo de todos, de complexión delgada pero fibrosa, muy obediente y dispuesto a cumplir los recados que madre hiciera fuese lo que fuese.

Nos estábamos acercando al lugar elegido. Mis temores se iban acrecentando. Tambores y golpes secos anunciaban la proximidad del rito que marcaría mi vida entera. Recuerdo el polvo, la humareda, el olor pegajoso a sudor, los gritos irreverentes y esa especie de salvajismo histérico que eructaba la cercanía como si la antesala del infierno estuviera de parto.

Era un grupo de cuarenta o cincuenta personas. Aunque su ropa demostraba la humildad de cada uno de ellos intentaban que fuera de color blanco. La mayoría eran mujeres. Estaban dispersos rodeando una hoguera enorme de troncos que ardían con vigor. Casi todos éramos negros, de las zonas más deprimidas, aunque había un motón de mulatos y dos o tres blancos escondidos entre el resto.

Asdrúbal acababa de cortarle la cabeza a un gallo y con la sangre que brotaba bautizaba a los iniciados. Bebían ron de un botellón que dentro contenía unos yuyos arrollados alrededor de un lagarto estático, con las patas bien abiertas y un tajo en medio del cuerpo. Esto hacía que de sus bocas se desprendiera un vaho nauseabundo y repelente, tanto que no había mosquito ni alimaña viva que los picara en varios metros a su alrededor.

El ritual llevaba un fondo musical estruendoso acompasado por unos negros muy jóvenes que tocaban instrumentos dispares. El ritmo lo marcaba un tambor enorme dando un fondo machacón semejante al tan-tan de los esclavos en las galeras romanas. Cada tanto una trompeta bufaba al estilo de un elefante con las orejas desplegadas antes de la embestida. A esto se sumaba el martilleo de maracas y un sonido de fuerte carraspera logrado por el deslizamiento de un cuchillo oxidado lustrando los laterales de una botella de licor vacía, de esas que tienen un relieve en vidrio de distintas formas geométricas.

Otro grupo de pie, unos muy cerca de otros, estaban cogidos de los brazos moviendo las caderas a uno y otro lado. Recitaban versículos de un libro muy grande. Estaba abierto por la mitad y sostenido con dificultad por una mujer menuda, de piernas muy largas y arqueadas que, con voz temblorosa, declamaba palabras de difícil comprensión. Los cánticos se podían escuchar desde lejos y semejaban una plegaria de lamentos retorcidos. Otros recitaban en voz muy baja repetidos salmos de un libro con tapas de color rojo; una y otra vez sin parar.

Después de beber en abundancia comenzaron una danza frenética a la vez que Asdrúbal, en el medio de todos, invocaba a los espíritus con ademanes y gestos grotescos. Yo, asustado, permanecía en un rincón. Madre giraba y giraba descalza en el medio de una polvareda que se elevaba por encima de los cuerpos danzantes y los teñía ocultando el sopor de la noche. Luego de un largo rato de éxtasis irrefrenable Asdrúbal paró de danzar, elevó los brazos al cielo y dijo con voz fuerte, muy grave, como de ultratumba:

"Agradezcamos a Oxiria porque en éste día se ha cumplido lo que tanto esperábamos. Se ha reencarnado en uno de los nuestros"

Giró sobre sí mismo y me señaló con el dedo. Todos dejaron de danzar y volvieron sus cabezas hacia mí. Yo, ligeramente alejado del grupo, tratando de ocultarme, temblaba de miedo. Por más esfuerzos que hacía en disimular mi inquietud, las piernas apenas me sostenían. Quedé paralizado y conteniendo el aliento. Oxiria, la diosa de la fertilidad y la energía sexual, se había apoderado de mi cuerpo y, su alma, decía a voz en cuello Asdrúbal, moraba en mí.

De inmediato miré a madre, esperando comprensión, buscando refugio. Pero sólo descubrí en su cara una expresión de orgullo que no olvidaré. Alzó los brazos hacia la luna y clamando a Olorúm comenzó a danzar y dar gritos enfurecidos de agradecimiento. Todos la siguieron y yo, pasmado, enmudecido, permanecí inmóvil sin saber qué hacer. Tan impresionado quedé, que ni siquiera recuerdo el camino de vuelta.

A partir de esa noche, nada fue igual. La casa nuestra se transformó completamente y comenzó mi calvario particular. Sé que mucha gente no lo creerá, otros se reirán y, a muchos quizás, les hubiera gustado haber estado en mi pellejo. Lo cierto es que no había día en que no me ofrecieran algún tipo de ofrenda. Algunas veces eran negras jóvenes, pero muchas más veces eran viejas repugnantes. Gordas sudorosas o raquíticas, descalzas y sucias, casi harapientas, todas buscando lo mismo. Idolatrado, perseguido, sobado y manoseado, por desesperadas mujeres hambrientas de copular y tener descendencia de un Dios. Porque yo, era Dios. Desnudo, no se saciaban jamás. Se prendían con verdadera devoción de lo más delicado de mi cuerpo. ¡Ellas eran las que estaban poseídas¡

Madre rezaba hincada, llena de admiración a su Dios, mirando con sublime devoción al reencarnado. Eso tenía sus ventajas. Le fui perdiendo el miedo y empecé a mirarla con desdén. No puedo negarlo, hubo momentos en que me lo llegué a creer. Si, debería de serlo. Un dios, pero así con minúscula y a duras penas aguantando tanta estupidez. Mientras, mis hermanos, se reían a hurtadillas. Pero algunas veces se les notaba la envidia. Según quien entrara para ofrecerse a dios.

Luego de un corto tiempo me penetró un profundo asco a todo. Comencé a perder el apetito. Me cambió el humor, la entereza me flaqueaba, me sentía tan diferente y sin control que temía terminar de un modo tremendo. Comía sólo yuca o ajiaco, sin tasajo lógicamente. Para mi sorpresa, madre no se extrañaba ni se preocupaba. Reconocía que esto era el primer paso para inundar el poblado de energía divina. Rápidamente se lo contó al resto de la comunidad para que volvieran una y otra vez a ofrecerse y deleitar al dios viviente, para que pudieran llegar a convertirse en parte de una deidad. Con cada mujer que entraba por la puerta a ofrecerse, crecía mi rechazo hacia madre. Cada vez que copulaba, en mi interior invocaba a Yemanjá, para que viniera en mi auxilio a liberarme. Hasta llegué a sentir en mi interior la fuerza de su revelación, pero no me duraba mucho tiempo.

Estuve varios días alimentándome sólo de yuca. Misteriosamente no me debilitaba y podía continuar con mis tareas divinas. Creo que mi fortaleza se basaba más en el odio creciente a madre que en la desabrida yuca. No le dirigía la palabra. Le escuchaba sus rezos, sus plegarias y sus agradecimientos a Olorúm y demás Orixás en el cuarto de al lado, mientras esas mujeres asquerosas me besaban y acariciaban con pretensiones de sacerdotisas. Tenía muy pocos momentos de tranquilidad. Era cuando la tropa levantada en armas contra España, bullía por nuestro barrio con arengas patriotas que no causaban el más mínimo interés. Entonces nadie salía a la calle ni golpeaban nuestra puerta para impresionarnos con la trama que se estaba gestando. Aquella paz milagrosa que brotaba dentro de una revuelta era una delicia que reblandecía mi cuerpo de floreciente felicidad. No duraba mucho, pero eran sublimes momentos en que dios, yo, descansaba. Entonces comía todo lo que podía. No por hambre, que no lo tenía, más bien para olvidar tanto sexo nauseabundo. Hasta me acercaba al río Tana a bañarme, a pesar que me pudieran prender los criollos para pelear por una causa ajena.

La única interrupción en mi diaria rutina consistía en observar con molestia el trajín de gente que pasaba de un lado a otro atravesando nuestro poblado. Pero en cuanto la aventura nacionalista desaparecía, volvían a golpear la puerta de nuestra casa y, madre, con gozo religioso y todo tipo de aleluya, habría con entusiasmo. Yo mascaba por dentro la impotencia y rezaba mentalmente en rosario sin fin a Yemanjá, la diosa sacrificada en honor de la humanidad. Miraba a madre con odio encendido mientras era conducido con delicadeza al cuarto reverencial para que se deleitaran con mi divinidad.

Dejé de comer. Bebía agua con jugo de coco y piña. A veces le añadía un poco de ron, que me hacía sentir mucho mejor y le daba un aire más zalamero a los encuentros celestiales. Es terrible ser como un dios, no sé cómo aguantan Xangó y el resto de espíritus selectos. Yo sé que me queda poco. Mis fuerzas no durarán mucho más. Como dice madre, desapareceré volatilizándome en energía universal, aunque presiento algo diferente.

Un día, un montón de criollos, al grito de rebelión y muy armados, comenzaron puerta por puerta a incitarnos a abandonarlo todo. Decían que los españoles comandados por el general más temerario y sanguinario que jamás haya pisado la tierra marchaban al frente de un poderoso ejército. A las puertas de Guáimaro se imponía el general Conde de Balmaceda amenazando con pasar por las armas a todos aquellos que no se rindieran de inmediato. El miedo se estaba transformando en pánico. Mientras, los criollos nos impulsaban a que nos fuéramos sin perder tiempo para que ningún ser vivo, comida o refugio le sirviera al enemigo. Estábamos entre dos fuegos.

Fuera el sol se ponía y desplegaba unos inusitados vivos colores en el horizonte. Dentro, madre enfurecida, les gritaba por las ventanas a los criollos y maldecía en el patio trasero a los españoles. Luego se calmaba y en rodillas imploraba a su Dios. Yo, cavilaba en silencio. En un momento determinado se fraguó la oportunidad que no iba a desaprovechar. Había bebido jugo de piña y le había añadido más ron que el de costumbre.

Quizás por esto o por ver la cara de madre tan ensoberbecida en su papel de madre de dios, cogí una tea ardiendo con toda la intención de liberarme. Me le acerqué con cautela hasta iluminarle el rostro. Vi su expresión de orgullo y admiración. Su cara arrugada desprendía destellos de satisfacción con pliegues colgándole del cuello que denotaban su vejez. Las gotas de sudor le corrían por debajo de las axilas empapando un vestido gris, desgastado, con manchas de colores anaranjados y verdes.

De rodillas me observaba con quietud como quien intenta adentrarse en la infinitud universal. Observé con detención esa cara adusta que jamás me dio un atisbo de esperanza en esta vida o en el otro mundo. La miré a los ojos con firmeza. Unos ojos negros que desprendían fuego tal un dragón infernal y esas manos fuertes con las que imploraba a su Dios. Manos que me magullaron el cuerpo a golpes, ojos que ignoraron mi niñez llenándola de consignas de una religión desalmada e impiadosa.

Giré sobre mí y comencé a quemar la casa. Primero el altar donde sufrí las vejaciones más odiosas que se puedan experimentar. De inmediato corrí casa por casa hasta llegar al final del poblado. En todo momento me aseguré que las puertas quedaran selladas, que nadie pudiera escapar. Inicié un incendio colosal. En muy poco rato ardían todas las casas del barrio. Lo hice con tanta velocidad y destreza que en cuestión de segundos el fuego amenazaba con tragarse al mismo Guáimaro.

No dio tiempo a mucho. Las casas de madera, con techos de paja eran una tea quemando trastos viejos. Vida seca e inútil. Escuché los gritos de las mujeres y de sus hijos clamando piedad mientras se achicharraban. Las mismas cuyos manoseos me indignaron y llenaron de éste odio intenso que no puedo saciar. También gritaban con desesperación madre y muchos de mis hermanos atrapados dentro del fuego divino.

Permanecí quieto, sin sentimientos, observando el espectáculo. La oscuridad de la noche se pintaba de rojo enmarcando todo el lugar de desafiantes lamentos. Asombrosamente, ningún pensamiento rondaba mi cabeza. Los criollos, al principio asustados, tomaron conciencia de la magnitud del evento y me siguieron en la locura, al son de:

"tierra quemada para el enemigo".

Todo se transfiguró en una hoguera increíble. Guáimaro se hizo una bola de fuego ante la retirada jubilosa de los criollos que repetían sin cesar:

"Nada para los españoles" dando loas al ejército Mambí.

El fuerte olor a chamuscado, a madera quemada, a cuerpos y carne carbonizados, los gritos de terror, no los podré olvidar nunca. Ni tampoco a todas esas mujeres acariciando el cuerpo de dios, que sí es verdad, es sanguinario y cruel. Doy fe de ello.

Finalmente, se había cumplido la escritura divina; Yemanjá dentro de mi ser, se había sacrificado por el bien del resto de la humanidad y liberó a la deidad que llevaba dentro expiando en fuego las culpas de tanta pobreza. No es amor lo que nos unía, era ignorancia y desesperación. El rencor por fin había desaparecido.

Caminé hasta perderme dentro del pantano rumbo al golfo de Guacanayabo. Sin expresión, ligero, libre. No mire hacia atrás y prometí nunca jamás tocar mujer alguna.

© 2021 Carlos Magariños Ascone. Todos los derechos reservados.
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